¿Cómo hay que entender la relación entre la ciencia y la política? ¿Hasta qué punto el destino de la ciencia puede ser objeto de un debate democrático? Probablemente la opinión dominante es que la intromisión de factores políticos o sociales en el desarrollo de la ciencia es causa de errores y distorsiones. El ejemplo que se aduce con más frecuencia es el del llamado caso Lysenko: en la Unión Soviética de Stalin y Kruschov, el biólogo ucraniano Trofim Lysenko rechazó por contrarrevolucionaria la teoría de la selección natural y la genética mendeliana; defendió, en cambio, que la transformación del medio causaba cambios hereditarios en las especies, concepción que resultaba congruente con los principios del materialismo dialéctico dominante. Para algunos, la conclusión que se puede extraer de ejemplos como éste es evidente: siempre que la política se entromete en el quehacer de los científicos se entorpece su tarea de alumbrar la verdad; la ciencia, precisamente, debe intentar preservarse de esas manipulaciones y desarrollarse au-dessus de la mêlée, casi como si no fuera cosa de este mundo.
Sin embargo, esta concepción de la ciencia como una actividad ajena a la política y a la sociedad esconde, a su vez, sus implicaciones políticas. Por de pronto, tiende a sustraerla al debate público e inviste al especialista, es decir, al científico, de una autoridad que hace que aquello que en ocasiones no es más que una opinión aparezca como irrebatible. Es, en definitiva, una forma de justificar que la disputa sobre algunas de las cuestiones más importantes que conciernen al futuro de la humanidad debe dejarse sólo en manos de los expertos.
La historia de esta manera de entender la ciencia podría remontarse al Gorgias, uno de los más conocidos textos platónicos. En este diálogo se fantasea sobre una supuesta discusión entre Sócrates y el joven sofista Calicles. Tal discusión probablemente jamás tuvo lugar, o, al menos, difícilmente se desarrolló tal como Platón la imaginó; pero lo cierto es que, a lo largo de la historia, ha hecho correr ríos de tinta. Según algunos, Calicles defendería allí una moral fundada en la opinión de que los únicos principios que deben regir la acción humana son la búsqueda del placer y el dominio del más fuerte sobre el más débil. Eso es lo que explica que se haya querido reconocer en Calicles a un precedente de Nietzsche o, incluso, que se lo haya emparentado con a todas aquellas corrientes que, como el nazismo, han rendido culto a la fuerza. A esas monstruosas posiciones Sócrates opondría, según se dice, el respeto a la razón o, como allí se escribe "el gran poder que la igualdad geométrica tiene entre los dioses y los hombres", es decir, la fuerza de la verdad producto del conocimiento seguro. Se trataría, es verdad, de problemas de filosofía moral. Pero, quizás más que eso, Sócrates y Caclicles están dirimiendo una cuestión que atañe a la esencia misma de la ciencia o, para ser más precisos, a la relación entre el poder, la sociedad y la ciencia. El sociólogo y filósofo francés Bruno Latour lo ha puesto de relieve en su última obra, La esperanza de Pandora.
Calicles y Sócrates mantienen, aparentemente, posiciones enfrentadas: la fuerza contra la razón. Pero, en el fondo, parten de un temor común: el temor a la democracia. Calicles aborrece la posibilidad de que la opinión de una asamblea de necios se imponga a la voluntad del hombre superior, que debería dominar a los que le son inferiores. Su inquietud, al fin, surge de imaginar la dificultad que tendrá el solitario patricio para imponerse a las multitudes. Lo mismo le ocurre a Sócrates –o, en realidad, a Platón. Pero él engendra una respuesta mucho más hábil. Una respuesta que, desde aquel momento, ha marcado la concepción del saber y, más concretamente, de la ciencia, en el mundo occidental. Se trata de inventar un mecanismo poderosísimo que permita invertir la correlación de fuerzas: es la episteme, el saber seguro, la ciencia. Sólo aquellos pocos esforzados capaces de adentrarse laboriosamente en los métodos que conducen al conocimiento cierto deberán gobernar la ciudad. Los otros ciudadanos habrán de estar satisfechos de cumplir con exactitud las misiones y tareas que los que saben les encomienden. Por supuesto, a partir de este momento el problema está en establecer cuál es el método correcto para reconocer el conocimiento cierto. Pero esta ya es otra historia.
Si se piensa bien, la maniobra de Platón resulta ser un juego de prestidigitación de un efecto difícilmente igualable. Hace exactamente lo contrario de lo que dice: usa la ciencia –el conocimiento seguro– para justificar una distribución del poder específica; es decir, cose firmemente la ciencia con la realidad social y con el ejercicio del poder. Pero, para conseguirlo, dice lo contrario de lo que hace: declara precisamente que la ciencia está por encima de los dioses y los hombres, que no tiene nada que ver con la realidad social; en fin, que no es de este mundo.
Una sociedad que pretenda avanzar hacia la democracia debe huir de la fullería platónica. La ciencia, por supuesto, es de este mundo. Es una realidad inseparable de la sociedad en la que se produce. La ciencia, la tecnología y la sociedad se configuran formando una unidad indisociable. En nuestro entorno se va extendiendo el consenso sobre la necesidad de que los ciudadanos intervengan de una manera activa en los debates y en la toma de decisiones sobre las opciones que presenta la innovación científica y tecnológica. Aunque a menudo se cede a la tentación de dejar todas las elecciones en manos de los expertos (la imagen presente del sabio platónico), se entiende que las determinaciones sobre, por ejemplo, el despliegue de la energía nuclear o el desarrollo de técnicas de clonación conciernen a toda la sociedad. Igualmente, ésta tiene que decidir qué líneas de investigación astrofísica se priorizan y cómo se generan recursos para luchar contra la malaria. Esto no significa solamente que los ciudadanos deben saber más sobre ciencia, para poder valorar en cada caso cuál es la decisión más adecuada. Es fácil constatar que, sobre cualquier tema objeto de debate, se pueden encontrar especialistas que defienden posiciones contrarias; y aún más: resulta que a menudo sus posiciones tienen algo que ver con la procedencia de los fondos que financian sus investigaciones. Lo que se quiere decir es que se debe extender la conciencia de que el futuro de la ciencia y la tecnología no está escrito y que los expertos en las diversas ramas de la ciencia y la tecnología no son los únicos profetas de este futuro: se trata, en definitiva, de evitar que los científicos hagan el papel de los sabios de Platón, destinados a establecer los designios de la ciudad, puesto que se asume que son los únicos que comprenden qué es lo que ésta precisa. Hay que asumir, en fin, que la ciencia es demasiado importante como para dejarla sólo en manos de los científicos.
Autora: Inés Bonet
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Santiago Tomàs i Justribó es Licenciado en Filosofía y en Filología catalana.
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