El pasado 2 de abril pareció cerrarse una polémica que venía sacudiendo al mundo científico norteamericano desde el pasado septiembre. Como sucede más a menudo de lo que se suele creer, el problema no afectaba, aparentemente, al contenido mismo de la ciencia, sino a las condiciones de su creación y divulgación.
Ese día la Oficina de Control de Activos Extranjeros del Departamento del Tesoro (OFAC), la entidad encargada de hacer cumplir los embargos comerciales decretados por los Estados Unidos, resolvió, en contra de sus posiciones anteriores, que los científicos de Cuba, Irán, Libia y Sudán podrían continuar publicando sus trabajos en editoriales y revistas estadounidenses, sin que éstas tuvieran que temer sanciones por transgredir las leyes del embargo decretado por Washington contra esos países, a los que tiene en la lista de patrocinadores del terrorismo.
Acabó así un debate que constituyó un ejemplo, ciertamente rocambolesco en algunos momentos, de cómo la actividad científica resulta a menudo indiscernible de la situación política, los intereses comerciales o las consideraciones legales. Pero, por otra parte, en la controversia se hizo visible de una forma particularmente clara cuál es la concepción que la comunidad científica tiene de las reglas que supuestamente rigen su quehacer.
Los medios de comunicación de todo el mundo recogieron la noticia en febrero y titularon, en muchos casos, que Estados Unidos había prohibido la publicación de artículos científicos de los países citados. En realidad el intríngulis del tema era mucho más complejo: si no fuera por la seriedad de los intereses y valores en juego, la sutileza de la discusión legal casi parecería divertida. El caso es que no se trataba de ningún nuevo reglamento.
El inicio de la historia tuvo algo que ver con el alquiler de una habitación de hotel en Teherán en 2001. El IEEE (Instituto de Ingeniería Eléctrica y Electrónica) copatronizó por esa época un congreso en Irán y, tiempo después, un banco americano sacó a la luz las dudas sobre la legalidad de las transferencias de fondos para pagar esa habitación. Las consultas posteriores a la OFAC condujeron a la conclusión que también podía violar el embargo otros servicios prestados por el IEEE, como las cuentas de correo electrónico ofrecidas a los socios de los países sancionados o la posibilidad de que éstos usaran el logo de la asociación.
Todo se complicó aún más cuando, en 2002, la OFAC entendió que la publicación por parte del IEEE de trabajos de científicos de las naciones sometidas a embargo podía ser también ilegal. El IEEE defendió entonces su derecho a publicarlos, atendiendo a la Omnibus Trade and Competitiveness Act de 1988, que exime del embargo a “toda información o material informativo, incluyendo las publicaciones, pero no limitándose a éstas”. Sin embargo, los funcionarios de la era Reagan habían desactivado esa ley, conocida también como “Enmienda Berman”. Entonces no hubo polémica porque los editores no pensaron que esa interpretación podía afectar a la revisión por pares, a la que debe someterse todo trabajo científico, o a su posterior edición. Se entendió que era de aplicación sólo a trabajos completamente acabados (“fully created”).
En septiembre de 2003, la OFAC resolvió la solicitud del IEEE según la doctrina interpretativa de los funcionarios de la administración Reagan: la revisión por pares sería permisible, pero cualquier modificación del texto, aunque sólo fuera de una coma, violaría el embargo contra las naciones terroristas. Concretamente, estaba prohibido reordenar oraciones o párrafos, corregir la sintaxis o la gramática o reemplazar palabras inexactas. La idea era que debía impedirse que ningún ciudadano americano prestase servicios a los autores de los países sometidos al embargo.
Publicar artículos sería en todo caso legal, pero editarlos podía constituir un “servicio” ofrecido a los países embargados. Naturalmente, la cuestión bordeaba el absurdo: la revisión por pares, fundamento del sistema de publicación científica, tiene por objeto no sólo decidir la aceptación o no de un trabajo, sino también proponer al autor las modificaciones que se estimen necesarias; además, naturalmente, cualquier editor somete todos los textos a corrección, aunque sólo sea lingüística.
Muchas publicaciones simplemente no hicieron caso de la decisión, aunque teóricamente podían haberse enfrentado a multas de hasta medio millón de dólares o incluso a penas de diez años de cárcel. Pero el caso estalló definitivamente el pasado 9 de febrero, cuando una treintena de representantes de revistas científicas fueron explícitamente informados, en una reunión en Washington, de que deberían solicitar un permiso especial de la OFAC para publicar artículos de los países embargados. Se les explicó, además, que los científicos estadounidenses corrían el riesgo de ser encausados si colaboraban con iraníes, cubanos, libios o sudaneses.
Asociaciones como el Instituto Americano de Física (AIP), la Sociedad Americana de Física (APS) o la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia (AAAS), editora de Science, decidieron no acatar la orden. Otras instituciones, como la American Chemical Society, editora de la revista Chemical & Engineering News, habían ya declarado una moratoria mientras estudiaban el caso, pero la levantaron semanas más tarde, añadiéndose así al pulso con el gobierno americano que mantuvo buena parte de la comunidad científica.
Entre los argumentos esgrimidos por la comunidad científica fue frecuente la alusión a la Primera Enmienda de la Constitución americana, que protege la libertad de expresión y de prensa. Ese es un recurso que en los Estados Unidos se aprende en la escuela primaria. Pero muy a menudo las protestas hacían referencia, de una forma más o menos explícita, a una especie de ethos científico, por decirlo así: a un conjunto de reglas que habrían de guiar la actuación de los científicos para asegurar el progreso del conocimiento y garantizar la vigencia social de la ciencia.
Esa alusión al ethos de la ciencia fue un elemento de la polémica que vale la pena observar con atención. Como han señalado algunos sociólogos del conocimiento científico, los científicos exponen con frecuencia las normas metodológicas de sus respectivas especialidades, pero raramente hacen referencia a ningún tipo de regla que se conciba como básica para el funcionamiento de la ciencia en general como institución. En esta ocasión sí que se hizo: se apeló constantemente a dos de los imperativos institucionales básicos que el sociólogo funcionalista americano Robert K. Merton describió para la actividad científica: el universalismo y el comunismo.
El universalismo sería la aspiración a que las afirmaciones científicas no se juzguen jamás según los atributos personales, sociales o nacionales de sus defensores y el comunismo haría referencia al imperativo que exigiría que los hallazgos científicos sean siempre producto de la colaboración de toda la comunidad científica y pertenezcan a ésta de una forma global. De hecho, cuando la OFAC reconsideró finalmente su decisión, su director, Richard Newcomb, argumentó que permitir que los científicos de los países sancionados puedan publicar sus trabajos en las revistas americanas forma parte de un proceso “fundamental para promover el libre flujo de información en la comunidad internacional de eruditos”.
Las dudas sobre si las normas enunciadas por Merton rigen realmente el funcionamiento de la actividad científica son importantes. Otro sociólogo, Michael Mulkay, entiende que en realidad esas reglas mertonianas no explican en absoluto la conducta de los científicos, sino que son recursos retóricos destinados a legitimar o condenar actuaciones específicas, que se usan en cada circunstancia dependiendo de los intereses estratégicos. Sea como sea, lo que es evidente es que, en ocasión de la polémica sobre la publicación de artículos de autores cubanos, iraníes, libios y sudaneses, el universalismo y el comunismo concitaron una amplia adhesión de la comunidad científica.
Santiago Tomàs i Justribó es Licenciado en Filosofía y en Filología catalana.
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