Desentrañar lo desconocido puede ser tan ilusionante como mantenerlo a la espera de un más tarde. Cuándo hacerlo es, sin duda, una cuestión no sólo de oportunidad, también de ganas. Por ello hay secretos que se esconden cuando ya son más que evidentes, y otros que se buscan sin descanso al primer indicio.
Lo ignorado disfruta de una aureola mágica, pero adentrarse en los entresijos de otra realidad antaño oculta, no resta, sino que suma encanto a la vida. Uno puede hallar poesía en casi todo, cuando se detiene a buscarla. La cotidianeidad disfraza de anodinos conocimientos sorprendentes.
Si al andar nos preguntáramos por el porqué de las cosas, no avanzaríamos puesto que a cada paso surgiría una nueva cuestión, que a su vez llamaría a otra, si no a varias, y así interminablemente. El árbol de la búsqueda del saber se ramifica sin cansancio, pero los que nos cansamos somos nosotros. Sin duda, es inviable seguir el hilo a la curiosidad.
Un día de 24 horas, 1.440 minutos ó 86.400 segundos (como todos los demás), en la habitación entra un rayo de luz, que resbala sobre las distintas superficies, sin quedarse en ninguna. Nada parece capaz de retenerlo, y acaba yéndose, casi por donde ha llegado, pero más hacia el oeste, y varias horas más tarde.
El despertador está acostumbrado a sus desplantes, que ocurren diariamente, y ya no les concede importancia. Suerte de ello, porque sería extremadamente injusto al ser cada vez rayos distintos, todos ellos apresurados y procedentes de bien lejos, aunque sólo hayan tardado ocho minutos en llegar. Se generan en reacciones termonucleares en el interior Sol.
El riinnnggg se alarga sin cansancio, entorpeciendo el descanso de los muebles, que se acuerdan, y no con cariño, de él. No saben que no es culpa suya, que el despertador es víctima de un mecanismo que, con fastidio, le despierta cada mañana. En su interior, un conjunto de ruedecillas avanzan trabajosamente para volver al mismo sitio. Y, en un momento escogido, accionan un timbre.
El sofá empalidece, no sólo con el sobresalto matutino, sino también con la edad. Aquellos que se sientan encima lo han puesto en el ángulo oscuro del salón, como castigado. Él sufre pensando que no es lo bastante mullido, y no se da cuenta de que es fotosensible debido al tinte que le colorea, y que, en realidad, lo están mimando al desplazarlo, pero a él le aqueja el frío.
De ello sí se da cuenta la persiana que, con lo que le gusta enrollarse, la desenrollan casi siempre, eso sí, alterando un cierto número de electrones, no como antes, que utilizaban una burda manivela que accionaba un sistema de cuerdas y poleas. En el suelo, un tronco de árbol laminado envejece sin echar hojas, ni nada que se le parezca. Tanto esfuerzo en caminar hacia el cielo para acabar por el suelo y ser pisado, se dice continuamente. Y lo cierto es que está un poco amargado, pese a que le den cera de tanto en cuanto.
Varias plantas hacen cola permanente en el alféizar de la ventana, y todas ellas se inclinan hacia el mismo lado. No es que quieran curiosear en la casa del vecino (lo intentaron al principio, pero la tapia es demasiado alta), ni que tengan convicciones políticas, sino que les atrae la radiación solar. Es puro interés: transforman su energía en otra que les conviene más. Y se visten de verde por la clorofila, el color del pigmento que hace la transacción.
Una persona, la que cambia el sofá de sitio y enrolla las persianas, anda elásticamente alejándose del despertador, que ya ha dejado de sonar, y a cada paso ejercita músculos y tendones ya acostumbrados. No ocurre lo mismo cuando arranca a correr para coger el autobús, y después se acordará del esfuerzo.
No lo alcanza, y recupera una vieja bicicleta del taller, sin dar importancia a que la goma de los frenos esté desgastada. Con un energético golpe de pedal, da impulso y acelera, es decir, aumenta su velocidad de desplazamiento. En pleno ejercicio, el corazón bombea más sangre que la habitual, para que el oxígeno llegue dónde debe. Una pregunta le asalta, ¿habrá fraguado ya el nuevo cemento sobre el que se desplaza? Espera que sí.
El cielo es azul cielo porque este color es dispersado por la atmósfera. Hay una nube aquí y otra allí, donde al vapor de agua le ha dado por condensarse. Cuando se vuelva pesada, descargará su contenido lluvioso. Entonces, las gotas, compuestas por dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno, le mojarán el rostro y arrastrarán el sudor que resbala de los poros dilatados por el calor.
A la derecha, surge una pelota, por suerte frenada por la fuerza de rozamiento contra el suelo. La esquiva. En pendiente, como carece de frenos, su velocidad aumenta a favor de la gravedad. Ya no tiene tiempo de hacerse más preguntas, y éstas pasan a su lado sin ser formuladas.
Pueden preguntárselas por él, ahora que llegan las vacaciones.
Autora: Inés Bonet
© caosyciencia.com
Annia Domènech es Licenciada en Biología y Periodismo. Periodista científico responsable de la publicación caosyciencia.
Ver todos los artículos de Annia Domènech