En un tiempo lejano, anterior al de los padres
de nuestros padres e incluso al de sus abuelos, el hombre
vivía convencido de ser muy importante y de estar
por encima de otros seres, que le debían obediencia.
El perro, el burro, la vaca, el árbol, la vid...
todos ellos trabajaban para él. Allí arriba,
en el cielo, una estrella giraba alrededor de su planeta
para darle luz y calor.
Un día, uno de entre ellos se atrevió
a afirmar que el orden de las cosas no era exactamente
como creían, que eran una pieza más en
un inmenso juego de ajedrez. Y fue atacado y marginado.
Pero la nueva visión se fue expandiendo poco
a poco...
Hasta el siglo XVII, la cultura judeocristiana defendía
que el espacio exterior era inmutable y eterno y la
Tierra su centro, creencia derivada del homocentrismo.
Opuesto a ello, actualmente la ciencia sabe que el hombre
no es la cumbre de ningún proceso; que la Tierra,
como los demás planetas del Sistema Solar, gira
alrededor del Sol; que en el interior de la Vía
Láctea, nuestra galaxia, el Sol es una estrella
cualquiera, más bien pequeña; que dentro
del Universo la Vía Láctea es una galaxia
más... Los avances científico-tecnológicos
desvelan una creciente complejidad del Universo a la
par que una mayor insignificancia del ser humano y su
hábitat. Tanto es así, que incluso hay
quien considera el término Universo inapropiado
para referirse, como hasta ahora, a la totalidad, equiparada
a aquello que el hombre podría llegar a conocer
mediante los instrumentos. Como alternativa, se sugiere
que se podría llamar Cosmos a la extensión
completa de espacio y tiempo, que posiblemente jamás
sea abarcable por el hombre, y limitar el término
Universo a la zona que se observa por el telescopio.
Y resultó que el hombre junto con
todo lo que tenía a su alrededor y veía
a lo lejos procedía del contenido de una misma
caja que, al ser abierta, había liberado multitud
de entes que se habían distribuido por doquier.
Y se habían juntado y separado y habían
viajado y cambiado de forma y adquirido nuevas propiedades
y perdido las viejas. Algunos eran más abundantes
que otros. Lo que más le disgustó al
hombre fue saber que tenía el mismo origen
que cualquiera de aquellos a los que miraba como inferiores
y que su aparición sobre la Tierra no había
sido la finalidad de nada, sino el resultado de un
curso de las cosas que podría haber sido diferente.
En el principio más remoto que la mente humana
concibe, hace cerca de 15.000 millones de años,
el Universo se caracterizaba por una densidad extrema
y un volumen ínfimo. Entonces ocurrió
el Big Bang, la gran explosión, y empezó
su expansión y consecuente enfriamiento, todavía
en curso. En este proceso, no son los objetos los
que se alejan unos de otros, sino el mismo espacio
el que se dilata arrastrándolos en un fenómeno
parecido al que se observa al inflar un globo moteado:
las manchas se alejan entre sí cuando se estira
la goma.
Una diezmilésima de segundo después
del Big Bang, el Universo era una bola de fuego a
un billón de grados Kelvin donde la radiación
se convertía continuamente en materia y viceversa.
Posteriormente, en la etapa de radiación, la
materia y la antimateria se aniquilaron y sólo
quedó la pequeña diferencia entre materia
y antimateria, que es una diez mil millonésima
parte de la materia inicial. Esta mínima parte
es la que hoy forma todo lo que existe.
Pasados unos trescientos mil años, la temperatura
había descendido a cinco mil grados. Al enfriarse
el Universo, los procesos de transformación
se ralentizaron.
La materia, en forma de plasma, contenía núcleos
de H o protones (H+; de carga positiva), el elemento
químico más sencillo y abundante, núcleos
de He, resultado de la combinación de protones
y neutrones (de carga neutra), y electrones (de carga
negativa). Llegó un momento en que la radiación
no era lo bastante energética para romper los
átomos que acababan de constituirse y aparecieron
los primeros átomos neutros con la incorporación
de electrones a los núcleos de H o He. Cuando
se formaron los átomos, la radiación
quedó libre, ya no era absorbida; es la que
actualmente se observa y que se denomina radiación
de fondo. Desde entonces, en el Universo ha habido
una proporción de tres cuartas partes de H
por una de He de un modo casi constante.
Los átomos de H que hay en la Tierra son los
mismos que se fraguaron en los inicios. En ese momento,
la probabilidad de que un protón llegara a
formar parte de un hombre o incluso de cualquier ser
vivo, animal o vegetal, terrestre era casi despreciable
en razón de las cantidades nimias que han acabado
en la Tierra en comparación con el resto de
los planetas o el conjunto del Universo y de que,
también, la mayoría de la masa del Planeta
Azul no es animada.
Además, la evolución, un proceso de
selección natural en el que concurren múltiples
factores y que puede ser cortado en cualquier momento
por un cambio en las condiciones del entorno, podría
haber tomado senderos diferentes que no hubieran conducido
al H+ a constituir un ser vivo. Pero ésta es
otra historia.
En dicho curso de las cosas, todos los cambios,
desde los más pequeños a los mayores,
tenían lugar gracias a forzudos que tiraban
de un lado o empujaban por el otro. No todos los forzudos
eran iguales: unos preferían juntar trozos,
otros separarlos; unos preferían jugar con
lo menor, otros con lo grande... Tardaron mucho, mucho
tiempo, en formar cualquier objeto celeste de los
que el hombre pudiera ver con su telescopio y todavía
mucho más en generar las condiciones necesarias
para que la vida empezara a andar en el Planeta Azul
y, quizás, en otros lugares.
La materia en el Universo no está distribuida
al azar sino que se organiza de forma jerárquica,
desde núcleos de átomos hasta grupos
de galaxias, y, asimismo, se influencia mutuamente
por diversos tipos de fuerzas. El protón errante
tenía diversas posibilidades y vagaría
mucho antes de establecerse, sólo temporalmente.
La vida del ser humano es insignificante en comparación
con el tiempo que rige el Universo. Lo que para el
hombre es una eternidad para el Universo es un segundo.
A esta escala, todo es relativo y nunca se puede afirmar
que un lugar sea el emplazamiento final de nada. La
materia se transforma y se mueve continuamente.
El abismo temporal entre la vida en la Tierra y en
el espacio es un problema para el estudio astrofísico.
No se puede observar en paralelo cómo cambia
el Universo, por tanto se hacen muestreos de objetos
iguales en varios momentos de su existencia y se piensa
en los pasos intermedios. Es como si un agricultor
sólo pudiera ver un día cómo
crece el maíz en una plantación con
ejemplares de edades diferentes.
Asimismo, en el estudio del Universo es determinante
la presunción de que las leyes físico-químicas
válidas en la Tierra también lo son
en el espacio exterior. Si no fuera así, difícilmente
se podrían comprender los procesos cósmicos.
Indefectiblemente, el hombre ve el Universo reflejado
en el espejo de su idiosincrasia.
En la naturaleza, existen cuatro fuerzas básicas:
gravitatoria, electromagnética, nuclear fuerte
y nuclear débil.
La gravedad, la fuerza más débil, fue
descrita por primera vez por Newton en su Teoría
de la Gravitación Universal y después
por Einstein en la Relatividad General. Probablemente
la fuerza más reconocida –quién
no ha visto caer una fruta del árbol- es la
habilidad de todos los cuerpos materiales de atraerse
mutuamente y es directamente proporcional al producto
de sus masas e inversamente al cuadrado de la distancia
entre ellas. Como es una fuerza siempre del mismo
sentido, de atracción entre masas, es la más
importante en el macrocosmos: en estrellas, planetas
y galaxias.
El electromagnetismo es la fuerza, transmitida por
fotones, que actúa sobre todas las partículas
cargadas. Al tener dos sentidos -atrae o repele según
el signo de las cargas- a grandes distancias se anula,
lo que conlleva que domine en el mundo microscópico.
Fue definida a finales del s. XIX, cuando Maxwell
demostró que la electricidad y el magnetismo
eran dos manifestaciones del mismo fenómeno.
La fuerza nuclear fuerte es atractiva, mantiene unidos
los protones y neutrones de un núcleo atómico,
y hace posible la existencia de átomos pesados;
la débil es la responsable de algunos tipos
de radioactividad, por ejemplo de la desintegración
de un neutrón en un protón, un electrón
y un neutrino. Ambas afectan a las partículas
elementales; lo que repercute necesariamente en los
grandes cuerpos. En el centro de una estrella, la
fusión de H en He es el inicio de la generación
de elementos cada vez más pesados y las reacciones
nucleares originan la radiación que emite.
Entre las estructuras que se fueron formando
gracias a los forzudos, las más espectaculares
fueron unas grandes que iluminaban todo su entorno.
Como cualquier candela, no siempre producían
la misma luz. Al principio, la llama no prendía
fácilmente y la luz era tenue. Después,
durante mucho tiempo producían una luz fuerte,
acogedora, que o bien se extinguía poco a poco
o bien con una grandísima explosión.
Cuando morían, esas velas liberaban a los entes,
que empezaban otra vez su periplo.
Una estrella es una esfera de gas generada a partir
de la materia interestelar de nubes moleculares, que
son zonas con una concentración de partículas
superior a la del medio. Estas nubes, frías
y extensas, contienen moléculas de H gaseoso,
de CO2 y polvo microscópico formado de carbono,
silicatos y agua helada. En general, la composición
de los objetos estelares generados al principio variaba
poco.
En una estrella, el gas no se dispersa en el espacio
disponible como ocurriría en la Tierra; esto
es debido a que su masa es lo suficientemente grande
como para generar un campo gravitatorio que lo cohesiona,
contrarrestando la tendencia gaseosa hacia el exterior.
La existencia de una estrella es el resultado de la
lucha entre la fuerza de la gravedad, compresora de
la materia, y la presión del gas que se opone.
La radiación ultravioleta de estrellas vecinas
influye en la formación estelar con dos efectos
opuestos. Por un lado, puede desmembrar la estrella
en ciernes, dando lugar a cúmulos estelares
y sistemas múltiples. Por el otro, contrae
la materia facilitando el ensamblaje estelar. Lo más
habitual es que se originen estrellas dobles, en más
de la mitad de los casos; el resto son estrellas solitarias
y sistemas múltiples.
Una estrella produce energía por reacciones
de fusión en su centro. Esta energía
se traslada continuamente a su superficie donde se
libera como radiación. Cuando las estrellas
han agotado el combustible y llegan al final de su
vida, devuelven materia al medio interestelar. Según
la masa de la estrella, el tiempo de vida difiere,
así como el tipo de elementos y la cantidad
que expulsan al morir.
Las estrellas masivas tienen una vida más corta
porque queman el combustible mucho más rápidamente.
Primero queman H, el elemento mayoritario. Una vez
consumido, su temperatura interna aumenta lo que permite
que empiece la combustión del He que, al ser
más pesado, produce menos energía; esto
conlleva que se agote pronto para obtener el mismo
rendimiento. En las etapas sucesivas, se consumen
C, O y Si, que se transforma en un núcleo de
Fe. Se apaga la estrella y se colapsa, se produce
una gran explosión (supernova) que desprende
la mayor parte de la masa, se liberan elementos muy
pesados al medio y genera mucha energía. El
núcleo restante se transforma en una estrella
de neutrones o en un agujero negro.
En una estrella de poca masa, inferior a diez soles,
la fusión interna no quema todos los elementos:
sólo llega a la fase del O e incluso a veces
se detiene en la del H. Su interior alcanza una densidad
muy elevada y la materia degenera. Se desprende de
la envoltura externa, que se convierte en una nebulosa
planetaria formada de hidrógeno gaseoso y polvo,
con menos devolución de elementos al medio
que una supernova, aunque libere más C. El
núcleo de la estrella evoluciona hasta una
enana blanca, cuya energía nuclear está
agotada, y está en camino de convertirse en
una enana negra, una estrella muy fría que
ya no emite. Las nebulosas planetarias son uno de
los objetos celestes más espectaculares de
observar, con formas, tamaños y brillos diversos.
Las estrellas viejas contienen menos metales pesados
que las jóvenes. Cada nueva generación
estelar contiene más metales pesados porque
incorpora los que sus antecesoras han liberado al
medio. La primera generación de estrellas,
formadas exclusivamente por H y He, fabricó
por fusión nuclear C, O y N, que se abandonaron
al espacio y ahora forman parte de la vida; los elementos
radiactivos de la corteza terrestre también
se originaron de este modo.
Las estrellas se agrupan en galaxias; en nuestro caso,
llamada Vía Láctea. En una galaxia,
la evolución química depende del número
de estrellas, de los diversos tipos de masa y de la
velocidad del proceso de formación estelar.
La formación del Sol ocurrió hace cinco
mil millones de años, se piensa que a partir
de una nube inmensa de gas y polvo de la que el Sol
sería solamente resultado de una parte insignificante
que colapsó por su peso dando lugar a una bola
de gas caliente con un anillo de material alrededor.
Girando en torno a las luces y, en cierto
modo, partiendo de ellas se juntaron polvo y rocas
inmensas que terminarían dando lugar a mundos
diferentes. Estos nuevos mundos contenían unos
elementos u otros según cómo se habían
constituido y su distancia a la candela: si estaba
cerca, su superficie era un desierto; si estaba lejos,
un bloque de hielo. Uno de los mundos alrededor de
la candela Sol era la Tierra, que estaba a la distancia
exacta para que un manto azulado de agua líquida
la cubriera: el Planeta Azul.
Los planetas parecen ser en su mayor parte un subproducto
de la formación de estrellas en torno a las
cuales giran. No producen luz propia sino que reflejan
la radiación que les llega, por ello brillan
en el firmamento.
Alrededor de diversos astros, en la fase previa a
la actual del Sol, se ha observado un disco de materia,
denominado “disco protoplanetario”. Según
el modelo más extendido de formación
de planetas, la materia del disco se añade
formando cuerpos cada vez mayores. Esto ocurriría
porque los granos de polvo se adherirían unos
a otros por electromagnetismo y al chocar entre ellos
-siempre que no fuera a velocidad elevada, en cuyo
caso se distanciarían- y, también, gracias
a la atracción de la gravedad.
Los planetésimos resultado de estos procesos
de acreción barrerían las partículas
situadas cerca de ellos y aumentarían progresivamente
de tamaño constituyendo los protoplanetas.
Antes de ser planetas, los cuerpos permanecen en esta
fase durante largo tiempo (la Tierra estuvo cien millones
de años) y, cuando devienen planetas, la estrella
alrededor de la cual orbitan ya ha entrado en su secuencia
principal, en la que brilla mucho por la fusión
nuclear del H en He.
El Sistema Solar es resultado del mismo proceso. En
él, los planetas giran alrededor del Sol en
el plano de la eclíptica (menos Plutón,
desviado unos veinte grados), que coincide con el
plano ecuatorial del Sol. Esto corrobora la hipótesis
de un disco protoplanetario inicial. A su vez, el
Sol rota sobre sí en el mismo sentido del giro
de las órbitas de los planetas y de ellos mismos,
excepto Venus, Urano y Plutón, que giran sobre
sí mismos en el sentido opuesto.
Los planetas solares se dividen en terrestres y gigantes
o jovianos. Los primeros – Mercurio, Venus,
Tierra y Marte – son de pequeño tamaño
y rocosos. Los segundos – Júpiter, Saturno,
Urano y Neptuno – son grandes y constituidos
por gases, principalmente H y He. Plutón es
el planeta de hielo y, también, el más
lejano.
En la formación de un tipo de planeta u otro
influyen múltiples factores. Dentro del Sistema
Solar, la carencia de hielo para crecer limitó
la masa de los terrestres que, debido a ello, no tuvieron
la gravedad suficiente para retener gases. En cambio,
los gigantes acumularon hielo rápidamente,
lo que les permitió conservar mucho gas antes
de que la radiación y el viento solar de la
estrella precursora del Sol lo diseminara.
En esa inmensa superficie acuosa, los entes
– sobre todo los llamados Carbono, Hidrógeno,
Oxígeno y Nitrógeno- se encontraban
cómodos y empezaron a jugar entre ellos formando
grupos de diferentes combinaciones, ayudados en todo
momento por la luz ultravioleta. Con el tiempo, aparecieron
entes más grandes y complejos que cedían
a su entorno unos productos y cogían otros.
Y, todavía más tarde, las plantas que
el hombre pensaba tenía a su servicio, y, después,
los animales que creía eran sus subordinados
y, hace poco, él mismo.
Si para conocer el Universo se utiliza la Vía
Láctea; como laboratorio para elucidar los
secretos de las estrellas, el Sol; para determinar
el proceso de formación de planetas, los nueve
miembros principales del Sistema Solar, unos objetos
cuya cercanía permite su estudio y cuya lejanía
dificulta que éste sea presencial; entonces,
para el estudio de la vida no queda otro camino que
su observación en la Tierra y la extrapolación
de sus requerimientos a otros lugares. Se busca un
medio líquido en el que puedan ocurrir reacciones
químicas, un elemento con facilidad para formar
compuestos y una fuente de energía. En el Planeta
Azul, fueron respectivamente el agua, el carbono y
la radiación ultravioleta los garantes de la
aparición de los seres vivos.
La biosfera es el conjunto de seres vivos que habitan
en la Tierra. El nombre proviene del griego: bios=vida
y sphaira=bola o esfera. La “esfera de la vida”,
denominada así porque cubre la Tierra como
un envoltorio, no representa una parte importante
del planeta cuantitativamente hablando - menos del
1% de su diámetro - pero sí cualitativamente:
su capacidad de adaptación al medio y de modificarlo
intercambiando con él materia y energía
es inseparable del estado actual del planeta.
La vida como la conocemos está constituida
mayormente por Carbono, Hidrógeno, Oxígeno
y Nitrógeno. Los porcentajes de elementos químicos
dentro de la materia viva son de aproximadamente un
noventa y nueve por ciento de C, H y O; del cual la
mitad de átomos son de H, una cuarta parte
de C y la otra de O. El hombre contiene un poco más
de agua -setenta por ciento de su peso- que el valor
medio en la biosfera. Algunos animales acuáticos
como las medusas le superan en contenido acuoso con
un noventa por ciento.
El tiempo es un concepto difícil de abarcar
cuando se considera la historia del Universo.
En el momento cero tuvo lugar el Big Bang y hasta
cerca de 15.000 millones de años después
(los resultados oscilan entre 12 y 15 mil millones
de años) el Universo no ha alcanzado su fase
actual. En este entorno temporal cósmico, la
“joven” Tierra se formó hace sólo
4.600 millones de años. La forma más
primitiva de vida – procariotas anaeróbicos–
apareció 700 millones de años después,
un periodo de tiempo corto teniendo en cuenta el marco
del Universo. El oxígeno en la atmósfera
se empezó a acumular como producto residual
de la fotosíntesis hace 2.500 millones de años,
aunque la vida aeróbica no proliferó
hasta 900 millones de años más tarde.
Los mamíferos datan de hace 100 millones de
años y los primeros ancestros humanos de hace
4.
Si los cerca de 15.000 millones de años de
vida del Universo se concentraran en uno, el hombre
habría llegado justo para la fiesta de fin
de año, sólo habría vivido las
dos últimas horas del 31 de diciembre, y unos
meses antes su asistencia al evento no estaba asegurada...
aunque gran parte de los factores que la harían
posible ya existieran. Por ejemplo, todos los átomos
de H que han terminado formando parte de un ser humano
se fraguaron en los inicios del Universo. Lo baladí
de su destino último parece evidente partiendo
de lo inabarcable del Cosmos, lo intuitivo del Universo,
lo perceptible pero difícilmente verificable
del Sistema Solar, lo cercano pero limitado de la
Tierra, lo nimio de la biosfera y la insignificancia
del ser humano.
Annia Domènech es Licenciada en Biología y Periodismo. Periodista científico responsable de la publicación caosyciencia.
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