La enana marrón

José A. Caballero / 13-01-2004

Con frecuencia, cuando digo que soy astrofísico y que estudio las enanas marrones, la gente me pregunta extrañada: ¿y qué es una enana marrón?
Desde luego, no es la esposa de Gimli, hijo de Glóin.

Imagínate que estamos una noche de agosto en el campo, lejos de las luces de la ciudad. Todavía está despejado y no ha salido la Luna. Quizás reconozcas el Triángulo de Verano, con Vega, Altair y Deneb, la Vía Láctea y alguna constelación.

Como las estrellas pueden ser de distintos tipos y la distancia a la que están no es la misma, algunas se ven brillantes y otras muy débiles. Hay estrellas gigantes azules muy calientes, que si estuvieran en el lugar de la estrella más cercana serían tan luminosas como la Luna Llena. Estrellas gigantes rojas, de tenues y frías atmósferas, cuyas capas más externas llegarían a la órbita de Marte de situarse en el centro del Sistema Solar. Estrellas amarillas como el Sol, de tamaño mediano, alrededor de las que podrían estar girando otras tierras. Estrellas enanas rojas, mucho más pequeñas que nuestra estrella, pero mucho más numerosas... Algunas de ellas están tan apagadas y son tan chiquitas que han pasado completamente desapercibidas hasta hace poco.

Fíjate un poco más en el cielo. Eso que parece una estrella brillante no es tal, sino Venus, un planeta casi gemelo a la Tierra pero con una densísima atmósfera que provoca un terrible efecto invernadero. Aquél otro es Marte, sobre el que hemos imaginado tantas cosas. Hace un rato se ocultó detrás del horizonte Júpiter que, como Saturno, es un planeta gigante, gaseoso casi en su totalidad, que incluso posee sus propias lunas.

Seguro que ya estarás impaciente por saber qué es una enana marrón.
Has visto estrellas.
Has visto planetas.
Una enana marrón es lo que hay entre medio, un puente entre ambos cuerpos celestes.
Más pequeña que una estrella, pero no es un planeta.
Más grande que un planeta, pero no es una estrella.
Técnicamente, los astrofísicos las definimos como cuerpos autogravitantes, aproximadamente esféricos, en cuyo interior no se alcanza la temperatura suficiente para que se den las reacciones termonucleares de fusión de hidrógeno ligero. Estas reacciones, que producen helio, son la fuente de energía de estrellas como nuestro Sol, que están en una fase de su vida denominada Secuencia Principal a la que las enanas marrones no pueden acceder.

Aunque no las hemos pesado con una balanza, sabemos por modelos teóricos que la masa de una enana marrón no puede ser superior a unas setenta veces la de Júpiter (1 MJúpiter = 300 MTierra ; 1MSol = 1.000 MJúpiter). Podemos decir que la masa mínima para la combustión del hidrógeno (es decir, la masa de la estrella más ligera o de la enana marrón más pesada) es aproximadamente 70 veces la de Júpiter o 0,070 la del Sol.

Por otro lado, el límite inferior en masa, la frontera entre enana marrón y planeta, se ha puesto en unas trece masas de Júpiter. Por debajo, ningún cuerpo puede alcanzar la temperatura en la que ocurre la combustión del deuterio, que es un isótopo pesado del hidrógeno. Se trata de un criterio físico-nuclear, independiente de dónde se ha formado o se encuentra el objeto.

Resumiendo, “entre trece y setenta veces la masa de Júpiter” define a una enana marrón, pero ello sólo es válido (y aproximadamente) cuando la proporción entre sus elementos químicos es parecida a la del Sol. En el Universo, prácticamente todas las estrellas normales son una mezcla de tres cuartos de hidrógeno y una cuarta parte de helio, y algo menos de un 1% de otros elementos (carbono, nitrógeno, oxígeno, hierro...).

Entre las estrellas y las enanas marrones evolucionadas existe una gran diferencia de temperatura. Esto se explica porque las primeras alcanzan una temperatura de equilibrio, constante en el tiempo, pero las enanas marrones se enfrían a medida que envejecen. Las más jóvenes y masivas están a unos 3.000 K, un poco más calientes que las estrellas viejas más frías; pero las de menor temperatura están a unos 700 K o menos. Son de los objetos más fríos que se encuentran, especialmente en comparación con estrellas como nuestro Sol, cuya temperatura superficial es de unos 5.800 K. Como dato comparativo, el aire que respiramos está a unos 300 K [T (K)= T (ºC) + 273,15] .

Las bajas temperaturas en las enanas marrones provocan que los elementos químicos se combinen entre sí para formar moléculas que, a su vez, colisionan entre ellas dando lugar a granos de polvo. En ocasiones, estos flotan en suspensión en forma de nubes y pueden llegar a precipitar hacia el interior de la enana, como si lloviese. Dependiendo de la temperatura (que afecta al grado de ionización de los átomos y al equilibrio químico de las especies reactivas), se pueden encontrar microgranos de óxidos de tierras raras, como óxido o vanadio, hidruros de los mismos, gas metano e, incluso, vapor de agua. Todo esto se sabe gracias a los espectros, que muestran la radiación emitida por un objeto y en los que se pueden ver los componentes químicos del mismo, sus “huellas dactilares”.

La temperatura de las enanas marrones influye en su “color”. Igual que un hierro a medida que se calienta cambia del rojo oscuro al blanco vivo, pasando por el amarillo y el naranja, las estrellas y los objetos subestelares poseen una secuencia de color: las más calientes son azules; después blancas; las parecidas al Sol amarillas; y las más frías rojas. En el límite subestelar se pierde la secuencia, ya que el ojo humano no puede ver un color más rojo que el rojo, valga la redundancia. Las enanas marrones emiten levemente en la parte más roja del espectro óptico, pero la mayor parte de su energía la emiten como radiación infrarroja. Para detectar tal radiación, los astrónomos utilizamos detectores especiales, similares a las cámaras digitales que tanto se venden ahora, pero fabricados con materiales de alta tecnología.

La fuente de energía en las enanas marrones procede de la fusión de deuterio (recuerda que los planetas no poseen reacciones de fusión nuclear en su interior) y, en mayor medida, de la liberación de energía gravitacional. Igual que la energía potencial gravitatoria de una sandía en lo alto de un edificio se convierte en energía cinética de los distintos cachos cuando se rompe en el suelo, la enana marrón libera fotones ópticos e infrarrojos mientras va cayendo. “De dónde cae” es una pregunta relacionada con su formación.

Una enana marrón se genera a partir de una nube de gas que se contrae hasta dar lugar a una proto-enana, a veces incluso generando un disco protoplanetario a su alrededor. Durante este proceso, los átomos de gas (las sandías) “caen” hacia la aglomeración central de materia calentando el gas. Estos se equilibran con su entorno emitiendo la energía restante en forma de fotones, que son lo que los astrofísicos vemos.

Como las enanas marrones no alcanzan la Secuencia Principal (fase de equilibrio de las estrellas), siguen contrayéndose poco a poco, cada vez más despacio... Son progresivamente más pequeñas, frías y débiles. Por ello, es más fácil detectarlas cuando son jóvenes, puesto que la nube de gas aún no ha terminado de contraerse completamente y su temperatura superficial es parecida a la de las estrellas más frías.

Para verlas, hay que apuntar los telescopios a las regiones de formación estelar. Allí, al lado de las gigantes azules, estrellas amarillas como el Sol y pequeñas estrellas rojas, también nacen las enanas marrones. Así es como se descubrió la primera enana marrón, Teide 1, visualizada por primera vez desde el Observatorio del Teide (Tenerife) con el telescopio IAC-80 en 1995. La segunda, GJ 229 B, fue descubierta al poco tiempo. Mucho más fría, forma parte de un sistema binario (una estrella y una enana marrón). Después, se han visto centenares de ellas: flotando libremente en el espacio, moviéndose a altas velocidades; alrededor de otras estrellas (por ejemplo, G 196-3B, también detectada desde el Observatorio del Teide); o formando parte de cúmulos de estrellas jóvenes, como en las ricas regiones del Sur y en el Cinturón y la Espada de Orión.

Ahora ya somos capaces de detectar objetos que, dada su masa, podríamos llamar planetas. Por ejemplo, S Ori 70, en el cúmulo de sigma Orionis, posee una masa de sólo unas tres veces la de Júpiter. El futuro cercano es detectar objetos aún más ligeros, como los planetas gigantes de nuestro Sistema Solar.

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El autor

José A. Caballero es Doctor en Astrofísica y Alexander von Humboldt Fellow en el Max-Planck-Institut für Astronomie en Heidelberg (Alemania).

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