Sobre túmulos, podomorfos y nuraghas

Juan Antonio Belmonte / 01-12-2003

La astronomía es la ciencia más antigua de la humanidad y siempre ha desempeñado un papel primordial en la cultura de todos los pueblos de la Tierra, tanto por su utilidad para estructurar el tiempo y permitir la creación de un calendario basado en la observación de los objetos celestes, como por su relación con la mitología y la religión a la hora de ofrecer una visión cosmológica del mundo.

Hoy ya no miramos el cielo para saber la hora por la posición del Sol o las estrellas, desconocemos la fase en que se encuentra la Luna, que tan útil era antes de la luz eléctrica para desplazarse de noche, y raramente admiramos el maravilloso espectáculo de un cielo estrellado, un amanecer o un atardecer. Sin embargo, aunque el tiempo sea regido por relojes atómicos, calendarios de bolsillo y agendas electrónicas; la astrofísica, heredera de la astronomía, sigue siendo una de las ciencias con más gancho social, precisamente porque trata de dar respuestas a las preguntas de siempre que permanecen aún sin contestar: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?

Nuestros antepasados miraron también el cielo en busca de esas mismas respuestas, aunque sin telescopios. Al carecer de instrumentos sofisticados realizaban observaciones a simple vista, determinando, entre otras, las posiciones de salida y puesta del Sol en los solsticios y equinoccios, las de la Luna en los lunasticios y las de las estrellas en sus ortos y ocasos, generalmente al amanecer y al atardecer.

En muchas ocasiones levantaban estructuras, a veces monumentales, orientadas en consonancia con algún fenómeno astronómico; o elegían sitios singulares para sus lugares sagrados, de forma que alguno de los fenómenos descritos se produjese sobre una montaña o en algún otro referente topográfico importante. La relación entre paisaje celeste y paisaje terrestre, arqueoastronomía y arqueotopografía, ha sido siempre mucho más íntima de lo que actualmente pueda parecer. ¿Acaso no orientamos los porches de nuestras casas hacia el sudeste para que sean calientes en invierno y frescos en verano? Ésta es una herencia reciente y prosaica de una mayor relación en los tiempos antiguos entre la astronomía y el paisaje.

Trabajando en arqueoastronomía, uno siempre tiene historias que contar. El nexo común de las siguientes anécdotas es el solsticio de verano, que es el día mas largo del año, cuando el Sol sale y se pone más al norte. El solsticio de invierno ocurre cuando lo hace más al sur.

El amanecer del 21 de junio de 1994, tras una ardua escalada realizamos en la cumbre de la Montaña de Tindaya (Fuerteventura) uno de los descubrimientos más importantes de nuestra investigación arqueoastronómica sobre las poblaciones aborígenes de las Islas Canarias.

Los grabados podomorfos (petroglifo en forma de huella de pie humano), que por docenas cubrían la cumbre, estaban orientados a elementos importantes del paisaje celeste y geográfico. Destacaban las visiones del Sol en el solsticio de invierno, del creciente lunar que le sigue, del Venus vespertino y del lejano Pico del Teide. Desgraciadamente, nuestro hallazgo acabó teniendo un uso putativo al ser incorporado en cierta forma a las ideas grandilocuentes del que, por otro lado, ha sido posiblemente uno de los más grandes escultores del siglo XX, Eduardo Chillida. Su proyecto preveía horadar la montaña para hacer una gran sala cúbica y excavar dos grandes chimeneas que la conectaran con el Sol y la Luna.

Cuatro años más tarde, en junio de 1998, una ola de calor barrió la fachada atlántica del continente africano justo cuando un grupo de arqueoastrónomos incautos se disponía a medir la orientación de un centenar de túmulos de los miles que hay en la gran necrópolis prehistórica de Foum al Radjam, junto al codo del Río Draa, en los márgenes saharianos de Marruecos. Los túmulos son montículos de piedra o tierra que cubren una sepultura.

A las nueve de la mañana empezó nuestra tarea. Algunas horas después se acabó el agua y las temperaturas alcanzaban a las dos de la tarde los 40º en la escasa sombra, lo que nos hizo salir corriendo sin poder terminar el trabajo. Sin embargo, nuestros datos confirmaron que hace más de dos mil años alguien se molestó en orientar los túmulos de esa necrópolis hacia determinadas posiciones de la Luna y el Sol.

Para finalizar, una última anécdota. Era nuevamente el mes de junio, esa vez de 2001, cuando estaba en un restaurante de Isili, un pequeño pueblo de Cerdeña, tomando unas copas de mirto (un licor que es el secreto mejor guardado de esta isla) con mi colega Mauro Zedda.

Mauro es un personaje singular. Perito agrónomo y productor de tomates, es el más esforzado arqueoastrónomo de campo que conozco. En años anteriores, se había dedicado a medir la orientación de algunas nuraghas, que son monumentos ciclópeos del neolítico local, y creía haber detectado algunas relaciones importantes. Me había invitado a Cerdeña para convencerme de sus descubrimientos.

La discusión era acalorada. Yo argumentaba que, teniendo en cuenta que en Cerdeña había unas 500 nuraghas en relativo buen estado, él no tenía datos suficientes desde el punto de vista estadístico para mantener sus postulados. Ante mi insistencia, Mauro cortó la discusión afirmando “yo lo fai”. Para mi sorpresa, nueve meses después me llegaban los datos de más de 500 nuraghas que Mauro diligentemente había medido. Después de analizar los datos, podemos afirmar con rotundidad que estos monumentos incluyen en su diseño alineamientos astronómicos y que probablemente no son fortalezas como se ha creído hasta la fecha. Quizás la prehistoria de Cerdeña debe ser rescrita o, al menos, reinterpretada.

La arqueoastronomía cala hondo en la conciencia de la sociedad ya que toca la fibra sensible de los pueblos que estudiamos. Esta disciplina habla de los ciudadanos, sus formas de entender y controlar el tiempo, su visión del Cosmos y la de sus antepasados, lo que es quizás más sugerente. Siempre se ha dicho que hay que estudiar el pasado para entender el presente y el presente para adivinar el futuro.

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El autor

Juan Antonio Belmonte es Doctor en Astrofísica por la Universidad de La Laguna y Coordinador de Proyectos del Instituto de Astrofísica de Canarias.

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